domingo, 25 de septiembre de 2011

YO VINE AL MUNDO EN OTOÑO


Yo vine al mundo en otoño. En el otoño del 52, cuando España aún olía a pólvora mojada de sangre; cuando aún hacía frío; cuando todavía la gente miraba al suelo de vergüenzas... 


Y cuando tuve conciencia de estar vivo, ya nos habían llevado a vivir a un espléndido jardín -cuando todavía España era páramo y tristeza- repleto de flores, de árboles frutales, de elevadas palmeras, de mandarinos revestidos al pie de azulejos azules y blancos, al modo de ajedrez, y donde nos sentábamos los niños mientras descansábamos de jugar, de corretear, a pie o en bicicletas y coches; y donde había una fuentecita de azulejos sevillanos con la rana en el centro, por cuya boca salía el agua; donde por las columnas que sostenían la terraza del piso de arriba que daba al jardín gateaba hasta el extremo; y donde habían piletas de lavar, también revestidas de azulejos sevillanos, y donde los niños nos bañábamos en ellas cuando el verano...
Y me recuerdo, por entonces, ya con melancolía, la de los fervores caídos, al regresar de algún paseo por el parque, con los mellizos y Carmen "La Bota", y tras haber visto de nuevo que las mujeres vestían de negro y que los hombres miraban para el suelo y no se saludaban... Y tras constatar de nuevo que España seguía oliendo a pólvora mojada de llanto y de sangre... 
Y con un palito, sentado a los pies del mandarino, hacía dibujos en la tierra, mientras pensaba y me preguntaba, sin respuestas, por qué nosotros allí, en aquel paraíso aislado de mundo, y sin padre, ¿por qué sin padre?... 
Íbamos los domingos a verlo a su casa. Recuerdo que siempre me sentaba en su rodilla derecha, y mientras hablaba con nosotros me magreaba el lóbulo de la oreja derecha; y cuando salíamos de vuelta con las niñeras para la casa del jardín, tenía la oreja colorada y una enorme sensación de fuego en la cara... 
Y también recuerdo que mi padre lagrimeaba mucho, tenía el cuello muy ancho (padecía de bocio) y siempre vestía trajes hechos a medida, con camisas almidonadas en cuellos y puños, y unas elegantes corbatas de seda; y siempre siempre, con su pañuelo blanco en el bolsillo de la chaqueta, y peinado con fijador. Y olía a tabaco, a colonias de lavandas, a ungüentos del afeitado (lo afeitaba a diario Miguel Mérida, que era barbero de profesión antes de llevárselo de mancebo a la farmacia)  y a café...
Y al regresar ya al jardín, volvíamos a corretear por aquel soberbio espacio de nuestras vidas, repleto de arriates en flor, de árboles frutales, de palmeras elevadas, de abuelos eternos y de niñeras que nos dedicaron los mejores años de sus vidas... Y volvíamos con Fuensanta, que nos daba de merendar mantequillas hechas por ella con las natas de las leches a granel de entonces y que nos dedicó toda su vida: siempre vivió con nosotros hasta que murió madre; al pronto, ella se fue apagando también en casa de su sobrina... 
Luego venía el colegio, los Agustinos en Málaga; pero eso fue otra historia que no quiero recordar: le teníamos siempre miedo al colegio y a sus curas... 
Y era siempre después del día de mi cumpleaños...
Yo vine al mundo en otoño... 
Yo amaba aquella casa, aquel jardín... Y como casi todos mis hermanos, supimos todo más tarde... Y, sobre todo, como Gil de Biedma, que la vida iba en serio...

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