El declive del verano se inicia con una luz más blanquecina en el amanecer, ya más tardío, del día, así como en sus atardeceres, más suaves y más tempranos hacia la noche. Pronto llegará el otoño, ese tiempo, esa estación de los abandonos...
Yo vine al mundo en otoño; quizá por eso siempre tuve miedo a los abandonos: venir al mundo es una forma de abandono. Ya desde muy temprano, me dolía abandonar la casa (fuimos libres y ciertos en aquel enorme jardín afrancesado de los abuelos, a donde nos llevaron por las circunstancias y otros abandonos); como de adolescente y de joven prefería quedarme pintando, o leyendo prensa, libros prohibidos, u oyendo músicas en francés: no me gustaba abandonar lo que amaba para salir a jugar o a estar con la pandilla... Y de salir, me gustaba más hacerlo con gente más mayor, para aprender algo; no hablaba, oía... No comentaba, me asombraba...
¡Cuántos paseos por La Alameda, con J.M. Vellibre, P. Villalobos y el hermano Modesto!... Trío fundamental en mi vida y en la de tantos primos y amigos de mi generación, de mi pandilla... De ellos aprendí a amar la filosofía, a indagar en los clásicos lo que los contemporáneos nos ocultaban... Y de ellos aprendí la pasión por discutir (la verdad siempre será compartida a través de pequeñas verdades de cada cual, con sus matices, con sus dudas), a la dialéctica, a la tertulia... Dos de ellos hace tiempo que se fueron, que nos abandonaron, pero no se nos fueron: nunca los he olvidado; sería como olvidarme yo mismo... Y eso, por ahora, no es posible en ningún ser humano: somos lo vivido; y sólo seremos lo que ya nos queda por vivir...
Y ya, para siempre, tuve miedo de los abandonos: mi hermano Modesto me dejó muy solo; quizá porque me entendía: él también odiaba los abandonos y era mi consuelo.
Y ya, desde entonces también, nunca me ha abandonado el miedo a los abandonos... Cuando el declive del verano ya me anuncia un tiempo nuevo de abandonos...
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Comentarios