martes, 30 de marzo de 2010

CRÓNICA DE UNA SEMANA SANTA (II)

Tras una noche pasada por mucha agua, al amanecer salían algunos claros, limpios como un sol de otoño. Y, como tenía previsto, cuando eran las 12,30 horas alcanzaba la ciudad de Santiago de Compostela.
El peregrino, sin camino por mor de su enfisema, más allá de apenas un kilómetro más o menos, distancia que separa el parking de la Plaza del Obradoiro, al fin entra en la espléndida Catedral Románica, símbolo del final de aquel viaje iniciático hacia el fin del mundo... Viaje que, como siempre, se apropió la dichosa iglesia de Roma, en su permanente absorción de la realidad para transformarla en fanatismo y temeridad, en aquella su constante vuelta al orden moral colectivo por ellos diseñado y, según dice, por imperativo divino... Así, la Catedral de Santiago estaba llena de peregrinos de todos los países, que en este año de Xacobeo no querían perderse la ocasión.
Quiso abrazar al Apóstol, pues los hombres de fe que no creen en nada, gracias a Dios, tienen siempre presente el rito, la costumbre y el constante viaje iniciático e interior hacia nuestras permanentes contradicciones, por mor de nuestros mayores, aquellos que nos inculcaron el principio de "a donde fueres haz lo que vieres"... Desde aquellos entonces, ha sido turista, no viajero... Y así, el peregrino intentó abrazar al Señor Santiago, pero la cola era interminable, como interminables se hacían también los tiempos para entrar y salir de aquel escenario, tan esplendoroso como misterioso. Y tuvo un recuerdo para los suyos, los más cercanos; y los amigos; y los que más necesitan de certezas donde asirse ante tanto desconsuelo...
Entonces, al salir, los cielos empezaron a ventear y la ciudad se hizo imposible: paraguas volando; niñas empapadas de aguas llorando y padres violentados... Plásticos que habían cubierto cabezas de inglesas mayores, que volaban y volaban hasta las espadañas de la Catedral. Y el agua tomaba las esquinas; como si el aire la llevara en volandas... El agua no caía; zarandeaba en su doblez las callejuelas de Fonseca y pareciera un misterio de los que tanto gusta a la ciudad de la cristiandad por excelencia.
Y con este plan, el peregrino se refugió en la Cafetería Derby, fundada en 1929, y donde Valle-Inclán, cuentan, mantenía sus tertulias compostelanas... Modernista cafetería, donde los dueños apenas la mantienen con la dignidad que se merece: suelos espantosos, de goma, cistales de las mesas rotos, pieles de asientos rajadas, aseos imposibles, etc... Eso sí, soberbias vidireras y candelabros.
El peregrino reivindica un inventario nacional de los cafés de culto de las Españas. El Gijón y el Comercial, en Madrid; el Derby en Santiago; el Tres Carabelas en Pontevedra; el Iruña en Pamplona; o la desaparecida Cosmopolita en Málaga... Y tras ese inventario, declararlos de interés cultural y, por tanto, protegidos de por vida, como requieren estos locales de culto... Pero eso sólo es posible en países donde lo público adquiere el valor que debe tener, no en este espacio latino en decadencia hacia la denigración de lo colectivo, o hacia la nada total, más allá de uno, y, si acaso, algún otro o unos pocos más: los demás, nos los trae al pairo...
Y tras una merluza con salsa de vieiras, en la Alameda, lugar donde el peregrino se volvió a refugiar del viento y sus asuntos, inició el camino de vuelta, hacia el Obradoiro, por la Rua do Vilar, y así regresar a las Rías Baixas -dejando atrás Padrón, la tierra de Rosalía de Castro-, donde reside y donde retomará las fuerzas necesarias para proseguir su peregrinaje en esta Semana Santa...

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