Los seres humanos también tenemos la dichosa manía de querer cambiar aquello que no nos gusta de las personas que apreciamos, o que amamos y nos aman. Y se repite en la historia de la humanidad esta nefasta e inútil tarea. Y digo nefasta por estéril, y digo inútil por ineficaz: el que no seamos capaces de asumir la libertad del otro más allá de nuestros deseos de acapararlo en todas sus facetas, no tiene que suponer el querer cambiarlo, incluso en su personalidad, o en su forma de ser y estar en el mundo.
Y este vicio, este enorme error, es muy común en el mundo de hoy, donde las mayores parcelas de libertad individual hacen aflorar estas tensiones de manera más eficaz y resolutiva.
Y es que la débil y dubitativa condición humana no acepta de buen grado que haya semejantes distintos a nosotros; y si esos semejantes, tan distintos a nosotros, nos son cercanos, mayor es la barrera para aceptarlos y, por tanto, mayor es el ímpetu que ponemos en querer estérilmente cambiarlos.