martes, 6 de mayo de 2008

EL JUICIO

Muchas veces, sin querer -¿o quizá queriendo?-, hacemos mucho daño, y también, muchas veces, sin saberlo... ¿O sin querer saberlo?...
¿Qué necesidad tenemos de constatar que hay gente muy cercana a nosotros, a la que nuestra actitud, en un determinado asunto, o ante un determinado acontecimiento, le puede parecer inmoral o poco ética, y encima va y nos lo echa en cara, cuando lo que esperas de esas personas, precisamente es lo contrario, comprensión y solidaridad? ¿Acaso alguien está tan libre como para juzgar al prójimo, y en este caso, muy prójimo?
Podríamos, entonces, y como reacción humana y a bote pronto, también echarles en cara otras actitudes de aquellos que nos critican y que dejan mucho que desear en cuanto a su bagaje moral o ético, del que sabemos certezas por la dichosa cercanía; pero eso sería entrar en su territorio, en el territorio impropio, y no en el de la comprensión y de la solidaridad para con los más cercanos y, por tanto, sería darles la razón; es decir, sería como decirles que están en su derecho de juzgar. Y eso sería el final de todo: la nada.
Y me pregunto, ¿por qué somos así?...
La respuesta está en el viento; y quizá en la desdicha permanente del hombre en el mundo, que le proporciona como reacción el sentimiento de la envidia, quizá el más grande enemigo de la bondad humana, y que se manifiesta siempre en las cercanías...

Lógicamente, hablo siempre en el terreno de lo personal. En el terreno de lo público, de la actividad pública, no sólo es necesario el juicio (democracia), sino que sin él lo público se convierte en personal (dictadura).