sábado, 20 de enero de 2018

PARA JOSÉ MIGUEL FAURA (In memoriam)

Yo vine al mundo en otoño; quizá por eso siempre tuve miedo a los abandonos: venir al mundo es una forma de abandono, y en otoño una melancolía. Ya desde muy temprano, me dolía abandonar la casa (fuimos libres y ciertos en aquel enorme jardín afrancesado de los abuelos, a donde nos llevaron por las circunstancias y otros abandonos); como de adolescente y de joven prefería quedarme pintando, o leyendo prensa, libros prohibidos, u oyendo músicas en francés: no me gustaba abandonar lo que amaba para salir a jugar o a estar con la pandilla... Y de salir, me gustaba más hacerlo con gente más mayor, para aprender algo; no hablaba, oía... No comentaba, me asombraba...
¡Cuántos paseos por La Alameda, con J.M. Vellibre, P. Villalobos y el hermano Modesto!... Trío fundamental en mi vida y en la de tantos primos y amigos de mi generación, de mi pandilla... De ellos aprendí a amar la filosofía, a indagar en los clásicos lo que los contemporáneos nos ocultaban... Y de ellos aprendí la pasión por debatir (la verdad siempre será compartida a través de pequeñas verdades de cada cual, con sus matices, con sus dudas y con nuestras verdades, inseguras, pero nuestras), por la dialéctica, por la tertulia...
Dos de ellos, J.M. Vellibre y mucho antes mi hermano Modesto, hace tiempo que se fueron, que abandonaron este mundo; pero no se nos fueron porque nunca se olvida lo que somos, y somos memoria, nunca olvido; porque sería como olvidarme yo mismo... Y eso, por ahora, no es posible en ningún ser humano: si, somos lo vivido; y sólo seremos lo que ya nos queda por vivir… Tiempo y derrota, pero con una sonrisa y una esperanza: la vida...
Siempre fue en Coín; por donde los fines de semana y durante las vacaciones (excepto parte del verano que íbamos a Tolox, al campo de Tolox) nos alejábamos de los Agustinos, de lo oscuro, de lo siniestro, de los libros tristes (qué tortura fueron los libros de textos de mi generación; aún no comprendo cómo tenemos devoción y pasión por los libros; quizá mis mayores, mis hermanos mayores y mi madre, me ayudaron a ello; porque, ¡qué poco ayudaban aquellos tristes y feos libros de texto al hábito de la lectura!).
Sí, todo era Coín, por donde por sus calles, campos y huertos éramos libres de verdad, más allá de los horarios: en casa no se podía uno retrasar a la hora de comer o cenar; hoy cada uno come en la cocina de aquella manera; por entonces, madre aguardaba al último en llegar al comedor, y si se retrasaba se le llamaba al orden.
Y por donde era la vida, y por donde nos quisimos comer el mundo… Y será eso, aquellos días, lo que permanecerá siempre en nosotros; porque fue importante, porque nos dejó algo que morirá sólo con nosotros, y que, aunque ya no somos los mismos, al menos en nuestras entrañas somos los de entonces y queremos seguir siéndolo… Como por aquellos entonces, cuando la vida aún no iba en serio, y nos esperaba el mundo… Un mundo de tardes-noches de guateque en la azotea de José Miguel Faura, o en el zaguán del primo Miguel Fernández García, tan prematuramente ido también, donde aquel mármol fresquito que nos aliviaba de calores tórridos en las tardes de verano...
Pronto, el próximo día 25 de enero, hará dos meses que se nos fue José Miguel Faura, uno de los mayores de la pandilla y de los que también aprendí estas cosas del vivir (yo era el más pequeño junto con dos más: dos o tres años de diferencia en aquellos días era mucho tiempo).
Muchos de nosotros estuvimos en Sevilla despidiéndonos de él. Hoy, la familia y muchos amigos estarán en Coín de nuevo para esparcir sus cenizas por los campos que tanto amamos, y donde una hermosa ermita barroca preside un monte con vistas y olores eternos.
No podré estar: no me encuentro bien y las humedades me matarían del todo. Pero José Miguel no se nos ha ido: sólo salió un ratito a descansar y a ver el río Guadalquivir, a su paso por Sevilla, desde la ermita de Coín...
Y aquí seguiré; rodeado en mis adentros de la gente que me hizo y con las mismas ganas de levantarme cada día para seguir construyendo una historia, la de mi vida.
No será, quizás, una hermosa ni gran historia, pero será la mía, que, inevitablemente, comparto en gran parte con todos vosotros, mis amigos, mi gente...
Dijo el poeta Gil de Biedma que “envejecer, morir, es el único argumento de la obra”. Y también dijo Albert Camus que "envejecer es pasar de la pasión a la compasión"...
Nunca el olvido, José Miguel; y jamás la derrota. Y siempre mi admiración y mi gratitud, con una sonrisa y complicidad eternas, hacia todos aquellos que amé y que me hicieron, porque de ellos aprendí a ser mejor persona para seguir construyendo una historia perecedera pero inevitable...


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comentarios