sábado, 17 de febrero de 2007

MIEDO

Desde muy niño sentí miedo. Crecí con miedo, con mucho miedo. Miedo al dolor, tanto propio como ajeno; miedo a vivir, sobre todo viendo cómo malvivían otros; y miedo a crecer: no me gustaba el mundo siniestro y gris de los mayores, excepto el de la abuela Carmen, tan divertida, y, sobre todo, el del tío Rafael, librepensador, bon vivant, picha-brava, culto y borrachín. Por eso nos lo ocultaban a menudo: recuerdo que cuando lo sorprendíamos con alguna joven mujer -tan diferentes a la suya- nos decían que era una modelo (el negocio no era precisamente una pasarela de moda; eran unos almacenes de complementos de moda y perfumería, en un edificio de tres plantas en el centro de Málaga, paradigma de la pequeña distribución provincial durante la dictadura); o cuando se emborrachaba, que lo hacía todos los sábados y domingos, y nos decían que estaba malo, o loco…La guerra lo marcó para siempre, y también tuvo muchos miedos: fue un gran “cagueta”, cosa por la que más también me identificaba con él; tanto, que toda mi vida he querido imitarle…
Y aún hoy sigo teniendo miedo, muchos miedos, miles e inciertos miedos. A la muerte quizá no, a la muerte propia no, no le tengo miedo, siempre que no sufra, que sea sin dolor ni padecimientos excesivos; a la ajena y cercana sí: la he conocido y es espantosamente terrible su dolor y su orfandad…
Pero hay un miedo que no me ha abandonado nunca: es el miedo a la patria, a la bandera, al ejército, a la nación, al estado, a eso que llaman instituciones de la colectividad cuando se articula social y políticamente; y con más evidencia, y con más miedo consiguientemente, si esa colectividad y sus instituciones sociales y políticas son víctimas de un dictadura como la que vivimos. Sí, desde muy pequeño sentí que no me gustaba esa estética, ese discurso de las banderas, de la patria, de los himnos; odiaba esas representaciones fascistas de militares; incluso las cabalgatas, las procesiones, me daban miedo -aparte de por los santos y santas, cristos y cristas, reyes y plebeyos, moros y cristianos, tan feos, tan de susto, tan terriblemente sufridores- por los militares, por las bandas de música militares con gastadores con fusiles delante, con esas banderas con tiras bordadas, con esos legionarios borrachos, pestosos y tatuados (creo que desde entonces odio los tatuajes). Sí, me daban miedo, mucho miedo, todos los miedos. Y ese enorme y constante miedo me llegó a acomplejar, pues la mayoría de los niños, de los jóvenes y de los hombres se emocionaban -y muchos se siguen emocionando- con estos símbolos del miedo más constante a lo largo de mi vida.
Con los años comprendí por qué ese miedo no ha dejado de acompañarme: en el nombre de la patria, del estado, de la nación, de los himnos, de los cristos y de las cristas, de los reyes y de los plebeyos, de los moros y de los cristianos, se han cometido los mayores crímenes que el hombre jamás haya podido siquiera imaginar.
Sí, sigo teniendo miedo, todos los miedos, a las banderas, a los himnos, a las patrias, a los cristos y a las cristas, etc. Porque aún nadie me ha explicado cómo se puede ser nacionalista y cómo se puede creer en los dioses, a no ser para que en su nombre, en el nombre de la patria o en el nombre de dios se comentan y justifiquen los mayores crímenes contra la humanidad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comentarios