viernes, 7 de abril de 2017

VIERNES DE DOLORES

Todos los Viernes de Dolores de mi vida eran sagrados en mi casa, la casa de mi madre. Terminaban los estudios y los trabajos y había que ir a la casa grande del pueblo a celebrar la onomástica de Doña Lola, mi madre.
Mi madre era tan acogedora que nos presentábamos con novias, o amigos, sin avisar, y ella encantada: Siempre que veía a un ser humano entrar en su casa se asombraba y lo festejaba; mi madre, Doña Lola, como la conocían y llamaban en el pueblo, siempre tenía una visita: era eso de las costumbres de los pueblos andaluces de las casas abiertas de par en par y oliendo a jazmines y damas de noche en verano. O a leñas de chimeneas y a comida o pan recién tostado en los inviernos…
Un año, 1977, no llegó a tiempo uno de nosotros, el mayor de los varones, Modesto; y ya no regresó nunca más…
Él tenía 29 años; yo, 24… Desde aquel fatídico día, aquel Viernes de Dolores de 1977, 10 años después de la muerte de mi padre, ni mi madre ni nosotros fuimos ya los mismos… No, nunca más fuimos ya los mismos; desde aquella tragedia a todos se nos quedó algo en la cara, como una arruga de adversidad; como un gesto esquivo y terso de contrariedad y amargura…
Sí, los Viernes de Dolores de mi vida fueron siempre unos viernes especiales: era la onomástica de Doña Lola, como era conocida en el pueblo, mi madre.
Ya no está en la vida: murió en octubre, el mes que me trajo a mí al mundo, del año 2000; pero Doña Lola, mi madre, sigue presente en nuestras vidas...
¡Felicidades, madre!; felicidades, sobrina Lola
Y felicidades a todas las Lolas de mi vida…





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