Tras amanecer un sábado más, el último de este cansino y caluroso agosto que apenas me deja respirar, como todos los años que nos convoca nuestro líder juvenil tuvimos comida-celebración de la pandilla, aquella que un puñado de adolescentes y jóvenes, en aquellos años de juventud, a diario juntos porque a diario era el asombro y la vida...
Nosotros, como dijo el poeta, ya no somos los mismos de entonces, pero, aunque sólo sea por un instante, cada año llegamos a sentir que seguimos siendo los mismos, que el tiempo no ha pasado, y que parece que nos espera aún toda la vida por delante, y donde las afueras mantienen esperanzas de un futuro que a veces olvidamos que era hoy...
Siempre fue en Coín; siempre es, cada año, en Coín; por donde los fines de semana y las vacaciones mis hermanos y yo nos alejábamos de los curas Agustinos y de las Monjas de El Monte de Málaga, de lo oscuro, de lo siniestro, de los libros tristes: ¡qué tortura fueron los libros de textos de mi generación!; aún no comprendo la pasión por los libros después de aquellos siniestros años: ¡qué poco nos ayudaron aquellos tristes y feos libros de texto!!!...
Sí, en Coín, por donde por sus calles, campos y huertos nos creímos libres de verdad, más allá de horarios y temores... Y por donde, aunque la vida por entonces ya iba en serio, éramos el mundo…
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