Pero también, y desde muy temprano, constaté a través de mi propia experiencia que en la vida de la mayoría todo valía para alcanzar sus objetivos, y que el fin justificaba los medios. Fue la primera vez, y que sin solución de continuidad no fue la única, en la que constaté que a mi generación, a mis hermanos, a mi gente, nos educaron para un mundo distinto al real. Sí, lo supimos luego, porque eran los tiempos de los silencios y de las mentiras piadosa; aquellos tiempos del miedo colectivo y de la moral de las alertas...
Y desde entonces tuve la sensación de que nos educaron, con la intención de protegernos, para un mundo irreal, distinto y distante...
Y desde entonces, voy por la vida extraño, huraño, ajeno y frío...
Son las distancias abismales que existen entre la moral sobre la que edificaron mi educación y la moral que impera en el mundo de hoy, donde todo vale si al final se consigue salir triunfador.
Esta moral no sólo impera en los ámbitos del poder político (lamentable el espectáculo de los PPros defendiendo la escasa fiscalidad de los futbolistas extranjeros, o criticando al gobierno por la gestión del secuestro de los marineros españoles) o económico; esta moral está arraigada en lo más profundo de la condición humana: le llaman el instinto de supervivencia ante la crueldad de la vida.
Yo le llamo el declive de la modernidad y el fracaso de las utopías libertadoras.
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